En 1871, cuando arreciaba la fiebre amarilla, se creó una necrópolis provisoria para receptar los fallecidos por la epidemia; años después, allí se inauguró el espacio verde; los vecinos advierten que se escuchan las voces de espectros que aún advierten sobre los peligros de la enfermedad que los llevó a la tumba.
Aquellos desprevenidos que se sienten por la tarde noche a estirar las piernas o a descansar un poco en alguno de los bancos del Parque Los Andes en el barrio de Chacarita podrán sobresaltarse al escuchar voces. Dice el mito que en las dos manzanas comprendidas entre Dorrego, Guzmán, Concepción Arenal, Jorge Newbery y Corrientes, donde funcionó el viejo cementerio, las almas de los muertos por la fiebre amarilla aún intentan llegar al mundo de los vivos para alertar sobre las consecuencias de la peste, esa misma que parecía respirarse en el aire y que los llevó a la tumba. Por esta razón, los susurros procuran alejar a todo aquel que se detenga más de lo conveniente, como una forma de prevenirlos y de ahuyentar la muerte.
Fue en marzo de 1871 cuando esta epidemia hizo eclosión y asoló la ciudad y se decidió establecer allí un cementerio de emergencia, por la cantidad de víctimas que se cobraba esta enfermedad de la que poco se sabía. Lo cierto es que la sociedad de entonces creía que la peste flotaba en el aire. “Se pensaba que era una especie de miasma que se respiraba y que las personas se contagiaban de esta manera. Sin embargo, diez años después, el médico y científico hispanocubano Carlos Juan Finlay descubrió que el vector era el mosquito Aedes aegypti. Si bien, fue muy cuestionado al principio, luego le terminaron dando la razón”, explica Hernán Santiago Vizzari, historiador de patrimonio funerario y personalidad destacada de la cultura por la Legislatura porteña.
Con la creencia de que el virus se respiraba y como el cementerio sur –el actual Parque Florentino Ameghino, en Parque Patricios– empezaba a colapsar, se evaluaron distintos lugares para establecer un cementerio provisorio. “La idea era que fuera un lugar que estuviera lo más alejado posible de lo que hoy conocemos como el casco histórico de la ciudad, en ese momento, la vieja Buenos Aires”, añade Vizzari y afirma que la mayor cantidad de personas fallecidas provenía de la zona de Plaza de Mayo y de San Telmo, donde se mezclaban personas de alto poder adquisitivo y los inmigrantes que bajaban de los barcos y a quienes se los acusaba de traer la peste con ellos. “En realidad, se trataba de un problema de higiene que, en aquellos años, era decadente.
Había muchos lugares donde se acumulaba basura, agua estancada y, entonces, proliferaba el mosquito”, explica el historiador. Al estar alejada, la zona de las chacras o chacritas –que en quechua significa quinta o granja– de Los Colegiales, como se la conocía por entonces, fue considerada un sitio adecuado. “Esas tierras habían pertenecido a la Compañía de Jesús, y en tiempos lejanos iban allí a vacacionar los alumnos del Colegio San Ignacio, el actual Colegio Nacional de Buenos Aires. Incluso este lugar es mencionado en el libro de Miguel Cané, Juvenilia, porque él y muchos otros alumnos pasaban sus días de ocio en esas tierras. Pero, para 1870, esos terrenos ya habían sido loteados”, cuenta Vizzari.
El tren de la muerte
En abril de 1871 se inauguró este nuevo cementerio que recibió a las víctimas de la peste, los restos humanos llegaban hasta allí mediante un ferrocarril provisorio al que popularmente se lo conocía como “Tren de la muerte”. Según explica el experto, se había construido un sistema de rieles donde circulaba la locomotora La Porteña, la que
realizó el primer viaje ferroviario de la Argentina, en 1857, que había llegado desde Inglaterra para el envío de materiales pesados pero que tuvo que usarse para traer a los cientos de muertos a la improvisada necrópolis.
Pocos meses antes, los cuerpos se trasladaban en carreta, pero el trayecto resultaba demasiado largo, cuando se desbordó y las cantidades de fallecidos eran mayores no quedó otra opción que hacerlo mediante el ferrocarril. “El ‘Tren de la muerte’ venía por Corrientes a contramano desde el epicentro de la peste, pasaba por la estación Bermejo,
actual Jean Jaurès y Corrientes, que era donde se ponía a los fallecidos en ataúdes, aunque no a todos, sino a los que se podía, otros se destinaban a fosas comunes”, aclara Vizzari. Durante abril, mayo y junio fueron inhumados allí unos 3473 fallecidos por la peste. Al llegar el invierno, la cantidad de enfermos disminuyó y no hubo nuevos entierros por fiebre amarilla, sino que correspondían a otras enfermedades.
Según el historiador, corre allí la historia de un enfermero que durante días ayudó a los pacientes hasta que le dieron unos días de franco. Al ver el desastre que había causado la peste y la cantidad de muertes, se desquitó bebiendo de más. “El hombre terminó muy borracho y cayó desmayado en plena calle Corrientes y como venían los carruajes y levantaban todo lo que estaba tirado para subirlo al ferrocarril, lo alzaron como a un muerto más. El señor se despertó al otro día con la sorpresa de que le tiraban paladas de cal en una fosa común. Esto está documentado, incluso se hizo un descargo en la policía, tuvo suerte de que no lo enterraran vivo en medio del caos de muerte que era eso. Se despertó de la borrachera justo a tiempo con la cal encima”, cuenta.
Nuevas viejas historias
El antiguo cementerio se clausuró en 1875 y, paralelamente, se empezó a desarrollar el actual de Chacarita. De forma muy incipiente, para 1897 ya estaba hecho el perímetro y se habían exhumado los restos fósiles del viejo cementerio para disponerlos allí. El objetivo, en ese entonces, fue tener uno municipal en la ciudad y se eligió esa zona porque la tierra era arcillosa, no era baja, no se producían inundaciones y resultaba topográficamente correcto. Según el historiador, al nuevo cementerio de la Chacarita, se lo llamó en ese momento, Del Oeste, por su ubicación en la ciudad. “Si uno se fija en el mapa, el del norte es el de la Recoleta, el del sur estaba en lo que hoy es Parque Patricios y el del oeste es este, que dejó de llamarse así recién en 1949 cuando se lo nombró definitivamente como Cementerio de la Chacarita. Lo interesante es que en uno de los pórticos que da a la esquina de Guzmán y Jorge Newbery todavía se conserva la fachada que dice Cementerio del Oeste”, aclara Vizzari.
Hoy, con 95 hectáreas, es una de las necrópolis más grandes de la Argentina. Ya clausurado, el viejo cementerio se convirtió tiempo después en el Parque Rancagua y recién en 1904 se lo llamó Parque Los Andes, tal como lo conocemos por estos días. Sin embargo, son varias las historias sobre la necrópolis provisoria de la fiebre amarilla que se cuentan. “Los vecinos sostienen que cuando se hicieron los talleres del subterráneo de la línea B que circula por Corrientes, los trabajadores se encontraron con gran cantidad de restos humanos y todo este movimiento generó una actividad de espectros y sombras en el parque”, dice el historiador. Y afirma que, cuando estuvieron terminados los talleres, uno de los mitos que es vox pópuli entre los antiguos trabajadores del subte es que veían cruzarse por las vías, espectros que pasaban de lado a lado por los rieles. “Hoy no se habla tanto de este tema, porque aseguran que no hay tanta actividad”, concluye. Sin embargo, cuando al proximarse la noche, el experto recomienda estar atento a las voces perdidas en el tiempo que, con ánimo protector, buscan alejarnos de aquella enfermedad que terminó con la vida de más de 14.500 personas en la ciudad allá por 1871.
Por: Silvina Vitale
Colaboración: Hernán S. Vizzari
Fuente: La Nación